Hola… Hoy quiero compartir contigo la historia de una gran amiga llamada Elizabeth. Hace algunos años, en una reunión de amigos organizada en su chifa, tuve la oportunidad de conocer a esta mujer emprendedora. De una delicadeza extrema, respetuosa y siempre atenta a las necesidades de quien se acerca a su restaurante. Se ha ganado un prestigio que no es por lo que yo te diga, sino porque aquello que se ve no se necesita demostrar.
Hace apenas un año, un día domingo recibió una llamada telefónica informándole que debía apersonarse a cierto lugar de la capital, porque su único hijo había tenido un accidente. Llegó inmediatamente a este lugar, intuyendo que lo que iba a vivir sería imposible de digerir en un instante. Su único hijo yacía cadáver sobre la berma de la carretera. Al día siguiente fui al velorio y la encontré relativamente serena. Pasados algunos meses, comencé a verla cada domingo en la Eucaristía de la parroquia. Sin necesidad de hablar te das cuenta como en un cuerpo débil y profundamente golpeado por la vida, puede surgir el brote de la esperanza y de la fortaleza.
Cada vez que la veo, viene a mi mente un tronco de árbol en medio del bosque después de un devastador incendio y que a pesar de estar aparentemente destruido, tiene la fuerza necesaria para surgir de él un brote de esperanza. Por ello admiro a las personas que teniendo a su lado todos los elementos para hundirse, salen a flote con fuerza y con ilusión. Al hablarte hoy de mi amiga Elizabeth quiero transcribir lo que leyó en la misa del primer año de su hijo:
“Aprendí a extrañarte con una sonrisa.
Aprendí a abrazarte en la gente que amo.
Aprendí a sentirte sin verte, a acariciarte sin tocarte.
A caminar mirando al cielo, a esperarte en alguna señal.
A soñarte con los ojos abiertos, a arrullarte ayudando al prójimo.
Aprendí a levantarme afirmada de la esperanza.
Aprendí a no guardarme los sentimientos.
Aprendí que el dolor vale la pena cuando te llena de tanto amor.
Aprendí a llorar sin ahogarme, ya que se puede ser feliz aún con lágrimas.
Aprendí a avanzar día a día, paso a paso.
Y aunque aprendí a vivir sin tenerte, mis brazos de madre aún te anhelan…”
Gracias por llegar hasta aquí. Compartelo. ¡Que Dios nos bendiga!